En esta ciudad hasta las gaviotas beben cerveza negra. Y los niños. Y las abuelas. Y las alcantarillas que la engullen a la velocidad del orín. Molly Malone y el sudor agrio de los cantautores que unen una canción con la de la calle siguiente, convirtiendo la ciudad en el camarote de clase baja del Titanic. Donde los violines chirrían los pies que cuando salgan a la calle, y crucen el puente, pasearán la suela ante las miradas de hambre y desesperación de una clase ya perdida. Hundida y destruida. Por el frío y el ladrillo. A quien nadie supo ponerle contrapeso al globo. Y sólo cuando estaba en el cielo, alguien entendió que la espuma sólo sube con burbujas. Inmobiliarias. Que se llevan vidas por delante. Como las del cementerio de los sin nombre. Y los ojos del niño que hace malabarismos con tres pelotas y ocho años. Y los tres niños convertidos en hombres que tiran de la carreta de caballos. Para que los turistas los usen de limpiabotas del futuro y les saquen brillo a los hashtags. Sólo quiero ser irlandés. Para estar eternamente borracho y ser amable con la vida. Educadamente desesperado. Como alguien que no espera nada. Santiguarme. Y pedir otra pinta.
enfant terrible,