Veo desde aquí la palabra cumpleaños deshinchada. En globos plateados al otro lado de las ventanas. Los niños, tranquilos después de la histeria del azúcar, miran al suelo desde el sofá en una especie de luto de abstinencia. La cara de la madre iluminada por la pantalla azul de datos. El hocico del perro entrando bajo el sofá, como un tren de alta velocidad encallado en la boca de un túnel, en busca del último ganchito. El padre en la habitación contigua jugando al solitario. En lo que sería un anacronismo tecnológico, si no fuera porque el hombre ya no pertenece a su tiempo desde que decidió que ya no pertenecía a su vida. Más o menos cuando los niños empezaron a celebrar cumpleaños. Y los globos relucían henchidos de helio. Y todo parecía tener sentido, con flashes analógicos, el ruido del carrete, y los aplausos desacompasados de los abuelos. Y la ilusión era real y no fingida ante el hashtag de soplar la vela. El fin de fiesta suele llegar antes de entender por qué estamos en la fiesta. Un niño gordo me saluda desde la ventana. Como si yo fuera un camarero y aún pudiera servirle una última cerveza. Y él pudiera bebérsela.
enfant terrible,