En el barco existen dos barcos. Pero uno no lo ves. Nunca llegas a las tramoyas. A la parte invisible. A la grasa, y al acero, y al olor a combustible. La moqueta es la frontera con la otra dimensión. A este lado, los tacones y los mocasines se amortiguan. Y no puedes ver el resto de agua en las suelas de las botas de seguridad. Quizá alguna huella de agua en una escalera de incendio. Un cambio de turno de caras exhaustas. Una compuerta que se cierra, pero que no deberías ver que se está cerrando. Porque como en cualquier truco de magia, todo depende de milímetros, del ángulo de visión, de lo cansado que esté el mago, y del tiempo que le quede al número hasta que caiga el telón. Un marinero portugués me ha explicado que es invisible porque yo no debería estar viéndolo. Así que ambos hemos asentido. Supongo que visto desde fuera yo asentía a la nada, en un pasillo vacío, junto a una salida de emergencia. Él no existe y yo no he visto las tramoyas. Ni los bajos fondos. Ni el color de seguridad de las tuberías. Ni escuchado los pasos acelerados. Ni la ensalada de idiomas que rebota en las paredes metálicas como un millón de pelotas de squash. Ni los rasgos cansados de todos los continentes. Yo no he visto nada de eso. Porque no existe. En este barco no existen dos barcos.
enfant terrible,