Es un Empire State tumbado. Flotando en mitad de la noche. 280 metros de eslora que brillan en balconcitos con hamacas rojas. No quiero escribir sobre esto sin releer antes a Foster Wallace. Porque esto es algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Le prometí al escritor americano, antes de que suicidara, que nunca me embarcaría en un crucero, pero él nunca lo supo; era un secreto mío para con su literatura. Aún así, cuando salgo a la cubierta dieciséis en mitad de la noche y veo el tizón negro de agua plana e inmensa, tengo una sensación de irrealidad tan horrible que me planteo si quizá sigo en casa, y todo es un croma verde. En el que una inteligencia artificial proyecta lo más obsceno del turismo de masas y los actores son figurantes de un barrio rico sin demasiado estilo. Una columna de humo blanco sale de la enorme chimenea roja, en una eterna fumata, y sólo puedo pensar que esto es un llavero sobre el que Dios posa el dedo y arrastra el barquito sobre su bañera láctea. Lo único más grande que el ego de los hombres es el ego de Dios. Y puedo notar cómo el radar gira, cada vez más rápido, como una hélice corta de helicóptero, al detectar la presencia del omnipresente en aguas internacionales. Un hombre se ha sentado junto a mí y me ha pedido un cigarro. Yo sólo estaba apurando una cerveza y pidiéndole perdón a Foster Wallace en silencio. Como casi siempre.
enfant terrible,