El arponero ballenero tiene la mirada tan perdida como los dientes. En realidad no te mira, sólo te apunta con los ojos. Pero hay un pozo recóndito en el túnel de su retina que te lleva a su cerebro. Ya no es ballenero, ahora sólo el mecánico de esta vieja barca. Y ese sólo acentuado suena a degradación. No es lo mismo cazar ballenas que avistarlas para turistas. Bajar a la sala de máquinas, comprobar que todo funciona lo suficientemente mal como para seguir a flote, y al final de la excursión repartir una tacita de chocolate hirviendo entre los abuelos que no hayan vomitado en cada fiordo. Las ballenas emergen cada catorce minutos como una atracción perfectamente engrasada. El ballenero suspira, la ballena suspira, los turistas disparan flashes y cae el telón hasta el fondo del mar. La próxima función empezará en catorce minutos.
enfant terrible,