Es difícil describir el asco que me produce este nuevo after shave. Debería llamarlo loción de afeitado, pero utilizar un anglicismo innecesario es sólo el reflejo ante la náusea en el espejo. Es oleoso, untuoso, y lejos de revitalizar, envejece. Convierte las mejillas en sopa colgandera y caliente. Es una sensación de muerte tan prematura que hasta entristece la mirada. Yo, que me prometí hace dos vidas, cuando empecé a afeitarme, que compraría todas las existencias del after shave que papá utilizaba. Porque intuía que esa sería la única forma de preservar su olor cuando se fuera. Y como siempre, creía que tendría tiempo. Que podría ir recolectando egoístamente todas aquellas botellitas de cristal con el olor de papá en un líquido azul. Y que podría invocarlo sólo con girar el taponcito, como al genio de la lámpara. Y al final, resulta que ha muerto el after shave antes que papá. Se acabó la producción. Con la pandemia, o la guerra, o el buen gusto. Así que aquí estamos, ante el espejo. Afeitándonos antes de una boda. Con una terrible cara de asco. Pero felices de seguir vivos.
enfant terrible,