Los faros de los frenos se apelotonan en la autopista como glóbulos rojos en un documental del cuerpo humano para niños. He atravesado un túnel de doble sentido, de dos bocas, que parecían fosas nasales vistas desde abajo. Como si estuviera arrodillado ante la autopista. No era una calzada de asfalto, era un organismo vivo. Y estaba haciendo conmigo lo que quería. El viejo truco de ennegrecer el paisaje en el retrovisor. Pero no por ello aclarar los kilómetros venideros. Sino carteles en tipografía tailandesa sobre fondos rojos heridos. Y quitamiedos reflectantes en exceso, cegadores, con las sonrisas de todas las cabezas que allí perecieron. En realidad sé que estás al otro lado del acantilado. En una playa de ceniza. Pero de espaldas. Y esta carretera no lleva hasta a ti. Ya ni si quiera recuerdo el tamaño de la mentira, pero sé que no puedo sostenerla en los brazos. Lo he notado en las muñecas, al parar el motor, e intentar despegar las manos del volante. Estaban atadas con cuerda quemada.
enfant terrible,