No era un sueño propio, sino adquirido. Venía de una granja ajena de inteligencia artificial contigua a la nuestra. Podía escuchar el zumbido de las cabezas circundantes, en mitad de la noche, mezclándose con los grillos, y los ventiladores que refrigeraban el hangar de la criptomina. Sé que el sueño llegó a través del protocolo, pero en realidad parecía transportado por el viento, acercándome la vida digital de la granja, que intentaba pasar desapercibida en mitad de la noche. En el sueño, en la cubierta del barco, nadie se dio cuenta del engaño. Yo era un polizón y no un pasajero. No hablaba mucho, pero brindaba con todos. Sonreía y acompañaba en las carcajadas. Un hombre me explicó que el algoritmo no se equivoca. Me dio un codazo cariñoso, y asentí. Pude ver el brillo digital de su pupila. Él sabía que yo era el único fallo del algoritmo, y aun así me encubrió. El esquema de todo lo que no sucede ya está escrito, es una nueva quiromancia, dijo. Los antiguos surcos de las manos son los nuevos cables de red. En cubierta, todo transita a la velocidad adecuada, pese al oleaje. El hombre se ha tambaleado después del tercer Martini, y se ha precipitado por la borda. Mi secreto está a salvo, he pensado. Era un robot nonagenario muy agradable. Gracias por todo. Nos vemos en el fondo del mar, junto al cable transoceánico, donde yacen los secretos. Al despertarme, he preparado café. Al otro lado de la ventana, un ejército de hormigas devora un caracol sobre la cubierta del banco de madera. El algoritmo no se equivoca, he pensado. Son las siete de un lunes, y ya no se escuchan grillos. Es un día nublado y las placas solares han dejado de alimentar la granja de cabezas. No hay zumbidos, ni ventiladores, ni sueños transportados por el viento. Las hormigas se comen al polizón. Mi vecino, nonagenario, minero de bitcoin, mira al cielo nublado, y dice. Así no hay quien genere una pensión.
enfant terrible,