En el sueño nos bañábamos en una papelería de tonos ocres. Buscábamos témperas amarillentas y algo blanco. Alguien nos había encargado un retrato. O eso me dijisteis. En mi cabeza las facciones eran duras y no entendía tu empeño en los tonos casi pasteles. Habíamos accedido los tres, al almacén, por una puertecita de servicio. No queríamos robar, pero no podíamos esperar a que abrieran. Necesitábamos las témperas aquella misma noche. O eso creí. Entramos por una calle que podía ser de El Raval o de Kreuzberg. Todas las paredes estaban nubladas, pero sudaban vida. Me zambullí en una habitación donde flotaban mapas, cartabones, y témperas. Y escuché como corríais, por algún pasillo, entre voces mojadas. Os perdí la pista. Erais buzos que sabíais donde estaba el tesoro. Supe que me hundiría en cuanto vi que era el único sin aletas. Aparecisteis marmóreos y divertidos. Desnudos, sonrientes, con la ropa en la mano. Esculpidos de nervios. Me explicasteis que dentro del almacén alguien pintaba desnudos clandestinos de cuerpos aún jóvenes. Y os ofrecisteis voluntarios mientras yo seguía buscando las témperas amarillentas. En aquel momento entendí que el único retrato que buscabais eran mis facciones tras la traición. El cartel de la salida de emergencia también era ocre. Pero una pequeña bombilla brillaba tras él. Me fui despacito. La luz de la calle me violó. El agua que chorreaba la pernera de mi pantalón dejó un rastro de despecho hasta casa.
enfant terrible,