12 de Febrero 2020

txirimiri

Txirimiri es una palabra preciosa. Una de esas que cala los tendones cuando vuelves a casa borracho después de un concierto. En una ciudad extranjera donde las farolas parpadean haciendo temblar un alfabeto desconocido en los nombres de las calles. Y doblas un mapa, que se está empezando a empapar, y tratas de enfocar la silueta de un edificio reconocible, intentando no dejar nunca el río a la derecha, hasta que de un modo extraño acabas llegando a una puerta oxidada que reconoces como propia, aunque sea la segunda vez que la ves, pero de hecho es la segunda vez que te arañas con ella, y eso da cierta confianza, o al menos cercanía. Así que consigues trepar tres pisos de escaloncitos empinados como montañas para ratones, hasta que llegas a la habitación, y abres la puerta con la llave que podría abrir todas las demás puertas, pero como somos civilizados, no nos portamos como si pudiéramos ganar el escaparate final, y entramos en la habitación y nos dejamos caer en la cama. Mirando al techo, con la boca seca como una plaga, mientras duele el filamento de la bombilla en la córnea. Y piensas, ojalá humedecerla a voluntad. Y a la córnea también. Así, poquito a poco, como cuando miras al cielo e intentas ver las primeras gotas. Porque las has visto en el suelo, pero como no las sientes, las quieres ver caer. Y no puedes articular palabra. Aunque la primera que te llueve en la cabeza sea. Txirimiri.

enfant terrible,
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