Pedalea como si ya no le importara volver a casa. Con los hombros caídos, el sillín bajo, y las piernas demasiado abiertas. Es de noche y los faros de los coches iluminan sus chanclas, metidas entre el pedal. Son de un blanco sucio, con churretes de mierda, pero el xenón consigue convertirlas en reflectantes, así que suben y bajan, de forma hipnótica, camino del semáforo. El cubo de pescado que pende del lado izquierdo del manillar es casi blanco, aunque algo de sangre fresca parece traslucir en el fondo, en el teatrillo de sombras chinas que hacen las cabezas de las sardinas. Agonizan, como si quisieran llamar la atención de los vivos; o al menos, de las familias que contemplan la escena desde el interior de sus coches, parados, adheridos al asfalto caliente del puente que da entrada a la ciudad, en un semáforo. Pero no perdamos de vista a nuestro pescador chino, que pese a la pendiente final de la calle, parece estar a punto de adelantar a todos los coches, antes de que el verde llegue a las retinas del embotellamiento, y cuando por fin desbanca al último, se gira, con una absoluta cara de victoria y felicidad, levantando la caña de pescar, como un Don Quijote de los suburbios de Shanghái. Todos sabemos que hemos perdido.
enfant terrible,