Se estaba deshidratando en el desierto de su propio sueño. Atravesaba dunas áridas de cerebro. La arena era tan gris que podría haber camuflado allí sus ojeras. Sabía que el oasis era recuperar los recuerdos; que con el primer sorbo volvería la hidratación y el color bajo sus pies. Pero claro, las palmeras no ondean cuando no existen o, quizá, cuando no recuerdas dónde las has plantado. Esa era la duda, si algo se movía no tenía porqué ser la sombra de un recuerdo propio (quizá ajeno).
Vibró la mesita de noche como un rascacielos en un terremoto. Ni siquiera eso fue capaz de hacerle salir del sueño, así que siguió atrapado bajo las pestañas, cosidas con nudos de hojas de palmera, incapaz de abrir los ojos ante la melodía de xilófono sudado de la alarma. Pero notó el golpe del primer dátil en la cabeza. Y después el color verde azulado de los recuerdos tras la insolación.
No quería lugares comunes, ni las rotondas espacio temporales en las que acaban convirtiéndose los recuerdos. Quería decidir la dirección del sueño, como si eso pudiera asfaltar después el camino de la realidad. Intuía que debería haber algún modo de compactar toda esa arena en adoquines que llevaran a algún sitio. Pero la falta de líquido imposibilitaba la argamasa y la vida.
Así que se sentó, en cuclillas, y rezó con la esperanza de la lluvia, hasta que, dos lunas después, una enorme tetera plateada empezó a regar, desde el cielo de su sueño, todas las dunas de su cerebro. Se despertó desnudo, con la boca seca y desorientado, inquieto hasta que comprendió que la tetera de plata era la bomba del aire acondicionado, rota, desbocada sobre su cama. Empapándole a él, y compactando los adoquines hacia la salida.