8 de Diciembre 2004

Veinte

Podría decirte que huele a sardinas. Podría decirte eso y también que me acarician unos fabulosos guantes de piel de murciélago. Podría darte un millón de detalles sobre esos guantes, pero por un momento pierdo de vista esos inquietantes diez dedos de cuero y me fijo en algunas cabezas de pescado que reposan boquiabiertas sobre bloques de hielo. Y la verdad es que hay pocas cosas más estéticas que la sangre sobre el hielo, pero de eso, ya hablaremos luego. Me topo con una mujer de unos cien kilos y un enorme cuchillo en cada mano. Me sonríe, y bueno, me cuesta reaccionar. No suelo sonreír a nadie que vaya armado.
Después de eso, no hay mucho más que contar. Supongo que lo siento por ti, y especialmente por mí, porque la historia se vuelve un tanto aburrida durante un par de horas. Una sensación muy parecida a estar dentro de un ataúd con los ojos abiertos esperando a que algo pase. El silencio es capaz de volverte loco, aunque imagino que dos horas no son suficientes. La gorda de los cuchillos deja de sonreírme y Ana se interpone entre nosotros. Cosa que agradezco, porque esta preciosa rubia es un millón de veces mejor que cualquier pescadera de cien kilos. La chica es joven y bonita como sólo puede serlo alguien con unas pupilas tan frías como los cojones de un esquimal. Pero no protesto, porque sin ningún tipo de duda el cambio ha sido bueno. Esta vez paso apenas media hora a oscuras. El silencio es más llevadero y apenas consigo contar hasta dos mil. Después de eso, polvo blanco para Ana, y unos restos para mí. Supongo que es un reparto justo, porque nadie anda hoy en día compartiendo cocaína con un desconocido. Así que me doy por contento. Por cierto, la sangre cuando gotea de la nariz de una mujer es jodidamente más elegante que sobre el hielo. Ana echa la cabeza hacia atrás, mira hacia el techo y después de eso, hunde la boca en la ridícula polla de un indio. Es un indio ciertamente guapo, pero créeme, no es una gran polla. El tipo parece educado, y le da las gracias, y le acaricia el pelo, y sí, es guapo, aunque le pesen tanto los párpados como saber que no tiene nada que enamore bajo los pantalones. Salimos los dos de la habitación de Ana, y en cierto modo me fastidia haber dejado a esa preciosa rubia sobre la cama, pero este tipo parece que también necesita compañía. Paseamos un par de horas por las calles de Oporto, que es una de las ciudades más feas por las que uno pueda pasear, aunque tal y como están las cosas dudo que alguien se decida a llevarme a Londres. Así que dejamos el puerto y dos calles más allá este indio amigo mío abre una puerta y le escucho decir algo así como. Cariño ya estoy en casa. Te dejo el cambio en la mesita.
Abre la cartera, y noto como la luz llega primero a mi parte blanca y luego a mi parte azul. Te aseguro que no es fácil ser un billete de veinte euros. Y menos aún, dormir arrugado junto a estos guantes de piel de murciélago. Es una pena que esta pobre chica pase la noche friendo sardinas para un indio que no la quiere.

enfant terrible,
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