Me asusta la gente que cree en sí misma. Con fe. Con ganas. La gente de paja ante el espejo. Esos que no dudan. Que parecen caminar con bronce en los zapatos. Y ya nadie esculpe estatuas tan absurdas.
Señores con tarjetas de visita en el bolsillo. Abogado. Broker. Negrita. Subrayado. Tarjetitas de cartón. Estúpidas como las postales en el buzón de un muerto.
Me río del charco de sangre de ese gordo sobre el asfalto. De su corbata. De su colesterol. Del Viña Ardanza en la comida. De su firma en el contrato.
Y aplaudo al pizzero express. Ese que se lo ha llevado por delante. Admiro a los kamikazes. A los que acaban con esos que no son nadie pese a lo que digan sus nóminas
Y Laura. Hija del gordo muerto. En casa. Acaricia sus piernas. Recién depiladas. Y sopla el esmalte de sus uñas. Impaciente. Porque su pizza no llega. No por un padre muerto. Por una cuatro estaciones. Sin champiñones.
Y Luis, pizzero express. Se agacha. Y no llora. Y recoge del suelo ese fajo de tarjetas. Y decide que ya no reparte pizzas en una derbi. Ahora Luis es abogado. De los importantes. Con una corbata blanca. Sobre su impermeable rojo telepizza.