Paredes desconchadas, ventana de palmo por palmo, tres barrotes tras
ella. Una Silla, una mesa, y una cama, todas ancladas al suelo.
Humedad en los huesos, mirada huidiza y parpadeos convulsivos.
Tobillos y muñecas amoratados; cada noche la atan en la cama, forcejea
y se revuelve, pero bastan dos celadores para que las correas asfixien
su circulación, sus músculos han perdido toda la fuerza, su voluntad
se diluye con calmantes.
Araña frenéticamente la silla, ojalá fuese de madera y pudiera
clavarse las astillas bajo las uñas, ha olvidado lo que es el dolor,
ansía autolesionarse, pero todo está estudiado al milimetro, nada
con lo que rajarse las venas, cualquier intento de golpearse contra la
pared es en vano.
Llagas en el abdomen, vertebras que se quebrantan, y lágrimas que deshacen su piel, alucinaciones provocadas por sedantes, ansiolíticos, y el maldito carbonato de litio.
Su vida es una anestesia local, una privación sensorial.
Nadie merece enloquecer, y menos por amor.