Es una sensación plástica. Nada huele, nada sabe. Los sentidos se han perdido como arena en el bolsillo del bañador de un niño. Sabes que en algún momento estuvieron allí, pero se han escurrido, al intentar recuperarlos, por alguna rendija de la memoria. He clavado la punta del cuchillo sobre la esfera de queso, y al chupar e intentar oler el metal, he necesitado subtítulos para recordar a qué debería saber y oler la comida. En mi cabeza, he escuchado la audio descripción de la organoléptica. Pero aún así, no funciona. He hervido café sin demasiado entusiasmo ni la ilusión por el primer sorbo, me he quedado mirando los hoyuelos que forman las gotas al caer, y he pensado que un café que no sabe sólo sirve para mantenerte despierto en una realidad extraña, como un sueño febril las primeras noches de síntomas. Es otoño y he estado a punto de matar a papá y a mamá. Dos años evitando que alguien lo hiciese. Y al final, como en las malas películas, el malo era el que menos lo parecía. En la videollamada todos parecemos de plástico. Nada huele a nada. Ni el miedo ni la culpabilidad. Por el contagio.
enfant terrible,