28 de Febrero 2004

Agua y chinos

Los paraguas son inútiles. Confesarse también es intuil pero no todo el mundo lo hace. Sin embargo, cuando llueve todo el mundo coge el paraguas. Lo de menos es mojarte. Sonríe si eres capaz de llegar a casa con dos ojos. Las ancianas cobran comisión de oculistas y cirujanos. Sacan ojos con la precisión de una anciana. No fallan. Nunca.
Los paraguas sólo sirven un día al año. La noche de reyes. Los reyes son los padres. En las cabalgatas, ni siquiera. Son un cartero, y un profesor, y alguien con betún en la cara. Salgo a la calle provisto de paraguas. Lo abro. Le doy la vuelta. Llueven caramelos y todos se quedan en mi paraguas. Los niños lloran y yo tengo caramelos. No parece demasiado ético aunque tampoco creo que deba confesarme por ello. Dicen que quitarle caramelos a un niño es fácil. De momento he necesitado un paraguas y un poco de mala leche. No debe ser tan fácil.
Tengo muchísimos paraguas. Mi madre se encargó de que nunca me faltase de nada. Especialmente paraguas. Podría ser la competencia directa del mercado ambulante de paraguas en cualquiera de las grandes ciudades de España. Prefiero no hacerlo porque las mafias chinas me asustan. Las otras también, pero menos. Los chinos siempre saben artes marciales. Una de cada cuatro personas en el mundo es china. Hay unos mil quinientos millones de personas que te pueden dejar seco de una patada. Seguramente no merezca la pena morir por un paraguas. Y menos un Sábado.

enfant terrible,
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