No estaba previsto, pero ayer cené con Martina Klein. Llegué al restaurante poco después de las diez. Me recibieron con miradas reprobatorias, no había reservado mesa, pero de algo debe servir eso de ser cliente habitual. Un hueco me podréis hacer, acierto a decir con más cara de hambre que de pena, a los dos minutos vuelven a por mi. Has tenido suerte, pero no nos lo vuelvas a hacer. A sus órdenes mi capitán!. Se girá y me gruñe. Debería tener cuidado con esa camarera, da con el perfil exacto de psicópata de peli de sobremesa.
Todo lleno, una mesita de dos en la esquina, mucho humo, demasiado ruido y como siempre, pocas nueces.
Un par de mesas de guiris, unos rusos y otros alemanes, les delata esa nariz en carne viva. Más allá una cena de empresa, informáticos seguramente, calvos y rechonchos, chistes sobre windows, menudo lince estoy hecho. En otra mesa, un enano le clava el tenedor a su hermana en el culo, ella llora y él disfruta, menudo cabrón.
Y entre toda esa vorágine está ella, suéter blanco y vaqueros, apenas maquillada, el pelo recogido, sencilla, natural, belleza en estado puro. Está colgada en la pared, en un cuadrito, el marco de apenas dos euros le desmerece, sobre la fotografía agradece al personal del restaurante lo bien que se portaron con ella, firma como Martina, letra regordeta y ligeramente inclinada hacia la izquierda.
Es un encanto, nos pasamos la cena hablando, picotea de vez en cuando de mi plato y hay que joderse lo que le gusta el vino a la argentina. No toma postre. Le invito y me lo agradece, le sonrío y me voy.
Tendría que dejar de cenar sólo, es ciertamente deprimente. Aunque mucho me temo que no tardaré en volver a ese restaurante, esta vez prometo reservar, pediré la mesa de Martina.