22 de Julio 2004

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Sólo personal autorizado resulta, la mayoría de la veces, una frase inofensiva. Empujar la puerta me acaba de convertir en personal autorizado.
Un cuartito blanco. Cloro y humedad. Nada sorprendente teniendo en cuenta que estoy en el almacén de mantenimiento de una piscina. Una garrafa blanca. De unos ocho litros. Un círculo naranja con una cruz negra en la pegatina. Producto irritante. En caso de accidente consultar al Servicio Médico de Información Toxicológica. 915620420.
Si un niño de cuatro años bebe de esta garrafa de cloro, seguramente lo primero que hará será coger su móvil y marcar el noventayunocincoseisdos mientras nota como parte de su esófago implosiona.
Vierto la garrafa. Dejo que el cloro se escape por la cañería del suelo. Relleno de nuevo el recipiente con un embudo. Hachedoseseocuatro. La formulación química resulta jodidamente cacofónica, pero estética. Como un tartamudo en llamas.
Ácido sulfúrico en lugar de cloro. Me tumbo en la toalla. Faltan dos horas para que el conserje compruebe el peache del agua. Leo a Mishima para matar la espera. Aunque supongo que después de lo que acabo de hacer no necesito lecciones de cinismo.
Once trentaysiete. Mono azul. Un tipo de unos cincuenta años se arrodilla ante la piscina. Hunde la mano derecha en el agua. La saca. Mira sus uñas. Resuelve que, efectivamente, la piscina necesita cloro. No parece un método excesivamente serio para la que se supone su labor de mayor responsabilidad. La que le precede es cortar los setos rectos. En quince años, no lo ha conseguido.
Entra en la caseta y sale con la garrafa en los brazos. Vierte el líquido sin estrategia alguna y devuelve la garrafa al almacén. Seca un par de gotas de sudor con un pañuelo y desaparece del recinto. Once cuarentayseis. A dormir. Su jornada laboral ha acabado.
Falta una media hora para que aparezcan. Uno de los ex capos de un importante banco. Una mujer de unos cincuenta que insiste en ofrecer un billete marrón por un polvo. Un tipo cuya conversación se reduce a Susana, su yate. Cincuenta metros de eslora. Si la felicidad son cincuenta metros estoy convencido que no le importará tener un barquito de cuarentaydos. Me apetece meterle parte de Susana en sus ocho metros de intestino. Luego está la rubia de veinticinco. Pasea su título de derecho. Aprobado con las rodillas más raspadas que los codos. Cuarentonas con suficiente colágeno como para convertir el Amazonas en un souvenir plastificado. Una modelo de la talla treintaydos que no acaba de tener muy claro si quien le da sentido a su vida es Dolce. O Gabbana. Una pareja del opus con una inquietante excursión de ocho cesáreas. Ocho irritantes renacuajos modelo Flanders.
No os vendrá mal un chapuzón. Carne a tiras. Como los kebabs que sirven esos paquistaníes que tanto odiáis. Lagrimales desprendidos. Asfixia. Fogonazos en los pulmones. Flotadores humeantes. Liposucción de bajo coste. Adiós a la grasa. Chapotead y sonreíd.

enfant terrible,
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