No es el trapo negro atado al mástil. Ni los doblones. Ni el olor a tierra mojada de la cubierta. Prometo que tampoco es el ron, el parche del ojo o las argollas.
Lo verdaderamente increíble es el olor a pólvora. El retroceso del cañón. Hundir la daga hasta notar como se desgarra el pulmón. Dejar que la sangre salpique mi barba. Despedazar cuerpos. Dejarlos caer por la borda.
No debería haber abierto el cajón que se quedó con mis seis años. Maldito barco pirata. De playmobil.